lunes, 2 de febrero de 2015

PIETER BRUEGHEL, EL MOLINO Y LA CRUZ


(El protagonista de este relato puede distinguirse resaltado en un recuadro azul)


Me desperté con el típico olor a azufre que delata una ventana abierta. Era día de mercado. Todavía desde la cama podía advertir el ánimo encrespado de la gente luchando por la última pieza de pescado fresco. Me sentí orgulloso de mis gallinas: ¡el mercado no era más que un activador de impuestos! Me negaba a abandonar mis pequeños intercambios de alimentos.

Me puse en pie, con el mismo esfuerzo que de costumbre, y di de comer a los animales. Me consideraba un hombre afortunado: tenía la gordura justa para atravesar una puerta y no pasar extremado frío en invierno, y la cabeza bien amueblada como para burlar las carroñeras fauces de los altos estamentos. Cogí bien orgulloso a mi gallina y salí a la calle sacando pecho y levantando ligeramente la barbilla. Caminé dirección al mercado, pero sin llegar a adentrarme en la plaza central, donde este se situaba. Esperé un par de minutos y vi como se acercaba el destinatario clandestino.

Charlamos detenidamente sobre el buen estado del animal con el fin de que accediera a canjear unos huevos de cosecha propia por unas raciones de pan casero. Justo cuando ya empezaba a caer en el embrujo de mi gallina, la multitud salió despavorida de la plaza, seguida de unos caballeros enfundados de rojo que portaban todos los alimentos que no cumplían las normas del feudo y destrozando los puestos a su paso. Se dispusieron a registrar cada calle para tratar de acabar con el comercio ilegítimo.

Salí disparado de vuelta a casa, escondiendo la gallina y esquivando sin mucho acierto a la aglomeración que corría hacia las afueras de la muralla. La gente lanzaba maldiciones y yo me uní a ese cántico en contra del señor feudal. Los caballeros seguían la marcha. Nos conducían, sin ninguna duda, al llano del exterior para otra de sus represalias.

Sin embargo, esta vez era diferente. Ya en las afueras, la gente huía hacia el bosque. En medio de los atónitos trabajadores, comerciantes peleaban contra campesinos y los hombres de rojo controlaban que la procesión llegara al punto de encuentro, sin detener estas guerrillas. Las personas se hacinaban en pequeños grupos y algunos hasta disponían de carros donde se había agrupado toda la familia. Mientras tanto, algunos niños sorteaban la contienda y los más religiosos rezaban y aclamaban piedad a la vez que una cuadrilla arrastraba la cruz de la ciudad a modo de peregrinación hacia la salvación.

Conseguí un caballo que escapaba atemorizado del disturbio. Si bien la gordura servía para muchas cosas, montar a caballo no estaba dentro de mis planes posibles. Aún con la gallina en mano y el caballo dando tumbos, conseguí bordear la colina del molino. Pensaba escapar hacia los bosques cercanos, pero no encontraba el momento ni la velocidad adecuados. De repente, el panadero con el que había intentado negociar minutos antes, se interpuso en mi camino. Quería robarme mi gallina en plena batalla campal. El caballo, exhausto y asustado, coceó para tratar de zafarse de mí de una vez por todas y salí desbocado hacia el suelo. Caí de bruces sobre él unos metros más lejos y, tras asegurarme de que mi gallina estaba a salvo, cerré los ojos y cedí al cansancio.

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